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01/12/2025

Vilma Ibarra estrena nueva faceta, la de novelista: adelanto de “La última mamushka”

Fuente: telam

La ex legisladora y funcionaria acaba de publicar su primera novela. La presentación será este jueves en Libros del Pasaje junto a Claudia Piñeiro y Hinde Pomeraniec

>En paralelo a su tarea de abogada, Vilma Ibarra —que fue legisladora, diputada, senadora y secretaria Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación— acaba de desarrollar una nueva faceta: novelista. La última mamushka es el título de su primera novela, que acaba de publicarse por la editorial Planeta.

En la trama de La última mamushka, el suspenso se instala desde el inicio, cuando una voz desconocida sorprende a la protagonista en medio de la lluvia: “Cuando escuchó su nombre, claro y limpio, en el silencio solo habitado por el golpeteo de las gotas que caían sobre los árboles y las baldosas, se sobresaltó”.

Reconocida por su labor en la defensa de los derechos humanos y la promoción de la igualdad, Ibarra fue coautora de la ley de matrimonio igualitario y lideró la redacción del proyecto de legalización del aborto, aprobado en diciembre de 2020. Ahora, además, es novelista.

Martes 14 de mayo, 1996

Saludó con un «buenas tardes» a los granaderos que custodiaban la puerta de la Casa Rosada sin recibir contestación. Los hombres estaban rígidos, en posición de firmes, y miraban hacia un lejano punto fijo con gesto imperturbable. «Malditos milicos». Se detuvo en la vereda de la calle Balcarce y contempló la Plaza de Mayo que se extendía frente a ella. Le resultó extraño verla tan desierta y callada, sin altoparlantes, ni banderas, ni militantes. Parecía desnuda e intrascendente, como si fuera un lugar olvidado al que no se piensa regresar. Detuvo su mirada en la pirámide erguida en el centro de la plaza que se recortaba, nítida, en el cielo plomizo. «Menos mal que no es jueves». Detestaba caminar bajo la lluvia o, tal vez, simplemente ya estaba cansada de dar vueltas, cada jueves, una y otra vez, alrededor de esa pirámide. Hizo una rápida cuenta y calculó que habría participado en no menos de seiscientas rondas bajo el sol abrasador, con frío, viento o lluvia, desde aquel primer jueves de 1982, hacía ya catorce años, cuando el miedo le atenazaba el corazón y las piernas parecían no responderle. Ahora conocía de memoria cada centímetro cuadrado de las baldosas que rodeaban la pirámide, aunque para ella ese monumento siempre sería, con perdón de su hermana Lili y de las Madres de Plaza de Mayo, el testimonio de su primer beso cargado de ilusión. Al pie de ese blanco obelisco, cuando nadie marchaba a su alrededor, cuando era feliz incluso sin ser consciente de ello, Roby la había besado con pasión y dulzura, disfrutando de la lenta búsqueda de su lengua adolescente. Maravillosos y lejanos quince años. Perfectos. Bellos. Dos meses más tarde vino todo lo demás: ese fatídico jueves —también había sido un jueves— una patota de hombres armados había roto la puerta de su casa y, en medio de empujones, gritos y golpes, se había llevado a Lili. Después llegó la obligada mudanza, el miedo pegado en la piel, la búsqueda desesperada, el desquicio familiar, el horror. Y más tarde fueron las Madres, la Facultad de Derecho, el Centro de Derechos Humanos, su interminable soledad y la gordura definitiva. «Lo que soy ahora». Sin embargo, antes, mucho antes, ella se había reconocido en ese beso y en los ojos de Roby clavados en los suyos.

Recorrió las estrechas veredas de la calle Balcarce y la zona se le antojó fea y triste. ¿En qué estaría pensando cuando eligió vivir en La Boca? Al principio había sentido pasión por las calles de San Telmo, el viejo Monserrat, los bares de La Boca, los adoquines, los faroles y los balcones coloniales. Ahora, la sobrecargada arquitectura de los restaurantes para turistas, los negocios de venta de presuntas antigüedades y la forzada decoración retro teñían la zona de una tonalidad insincera. Las noches abrigaban una oscuridad invasiva que era el resultado de una combinación de escasa iluminación y de fachadas vestidas con faroles apagados y persianas cerradas. Los turistas abandonaban las calles antes del anochecer para volver a los grandes hoteles céntricos y en las esquinas quedaban abandonadas, como testimonio de los excesos diurnos, las bolsas repletas de basura sobre las que husmeaban, expectantes, los perros del barrio.

Ese martes nada había salido como ella esperaba: por la mañana le habían cancelado una reunión que había logrado, con mucho esfuerzo, que le concediera el procurador general. «Maldición». No quería pedirle un nuevo favor al senador radical que había gestionado la cita, pero no tenía otro modo de llegar a ese funcionario. Minutos antes, el secretario Legal y Técnico de la Presidencia la había recibido apenas cinco minutos y ni siquiera la había invitado a sentarse. El hombre, que rondaba los cincuenta años, vestido con un traje gris oscuro, camisa blanca, corbata de seda y zapatos negros, parecía preparado para ir a una fiesta y la había atendido en la antesala de su oficina. Algo apurado, le había explicado —off the record— que el Ministerio de Defensa estaba desarrollando el programa de computación para cruzar los registros de los oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas con los nombres de los militares denunciados por delitos de lesa humanidad; pero no, todavía no lo tenían disponible; sí, claro, tardarían unos meses, pero seguirían trabajando en ello; no, no sabía si existían archivos secretos, eso debería hablarlo con el ministro de Defensa personalmente y, si fuera necesario, con el titular de la Secretaría de Inteligencia; sí, ayudaría con el financiamiento de la conferencia sobre derechos humanos, Moira Galeano ya se lo había pedido, ella era una gran amiga y él se había comprometido a colaborar. No, la ayuda no sería con dinero en efectivo, pero él podría ocuparse de pagar el servicio de catering, la impresión del material gráfico, varios pasajes y los equipos de sonido. Le había entregado su tarjeta personal y, en un rápido vistazo, ella había leído «Ignacio Brenner». Y a renglón seguido: «Secretario Legal y Técnico de la Presidencia de la Nación». En el reverso, él había escrito el número de teléfono del asesor que la ayudaría con esas gestiones. Luego, le había dado un sobre cerrado para que le entregara a Pablo Poblete, presidente del cdh. Se había disculpado porque no disponía de información para aportarle sobre el Tercer Cuerpo del Ejército, que era el motivo por el cual ella le había pedido la reunión. «Es un tema muy álgido», le había dicho. Inmediatamente, la había despedido. Se había excusado diciendo que debía retirarse con urgencia porque el jefe de Gabinete lo estaba esperando. «Seguiremos en contacto, fue un gusto hablar con usted, señorita… eh… ah… —leyó la tarjeta que ella le había entregado al llegar—, señorita Sablatszky».

Estaba llegando a la avenida Independencia cuando vio, en la acera izquierda, un pequeño quiosco abierto. «Maní con chocolate, un Suflair y también, por qué no, un Jackelin». «Que los disfrute», le dijo el quiosquero cuando le entregó las golosinas, y ella lo odió; tal vez no lo había dicho con ironía, pero el muy tarado tendría que haber reparado en sus mal repartidos ochenta y nueve kilos. Abrió el bombón y se lo introdujo en la boca, saboreó la inigualable mezcla de chocolate con dulce de leche y pensó que, tal vez, ese bocado sería lo mejor que le pasaría en el día. Ya había oscurecido, pero no le importó. Hacía mucho tiempo que había perdido el miedo a la oscuridad. Las peores cosas de su vida habían sucedido a plena luz del día.

La calle Brasil se veía desierta y el bar Británico, situado en la esquina de la calle Defensa, estaba abierto y tenía unas pocas mesas ocupadas. La vieja pulpería, originariamente llamada La Cosechera, se había convertido en un bar tradicional de Buenos Aires y permitía la mirada curiosa de los peatones a través de amplios ventanales de guillotina con marcos de madera sin cortinas. Había recibido su nuevo nombre en la década del 20, cuando eran habitués del lugar los trabajadores ferroviarios ingleses que se alojaban en la zona. Sin embargo, durante la guerra de Malvinas, ese nombre se había convertido en una afrenta que lastimaba la sensibilidad de los clientes. Entonces, los tres gallegos que lo dirigían habían borrado su primera sílaba en todos los carteles y el local había pasado a denominarse, temporariamente, Tánico. A ella le gustaba desayunar en esas viejas mesas cuadradas de madera con las sillas desvencijadas montadas sobre un gastado piso damero ocre y marrón, y también le gustaba imaginar que Ernesto Sabato había delineado, en la misma mesa que ella ocupaba, algunas páginas de su novela Sobre héroes y tumbas. Tuvo un instante de duda. Pensó en entrar y sentarse a tomar un café caliente, pero finalmente desechó la idea. El deseo de llegar a su casa, encender la estufa y cebarse unos mates frente a la televisión pudo más y siguió caminando.

Cuando escuchó su nombre, claro y limpio, en el silencio solo habitado por el golpeteo de las gotas que caían sobre los árboles y las baldosas, se sobresaltó. Se volvió, un poco desconcertada, sin llegar a reconocer aquella voz masculina y grave que insistía en nombrarla. Recién cuando la sombra se acercó a pocos metros vio su rostro. Le resultó conocido, aunque no alcanzó a identificarlo. Esperó a que el cerebro comparara las imágenes archivadas en la memoria con la cara que tenía adelante, pero la operación no arrojó resultado positivo. Lo conocía, claro que lo conocía, y su imagen le resultaba ligeramente familiar y amigable; sin embargo, no podía recordar su nombre ni situarlo en un contexto.

Su voz también le pareció familiar.

—¿De verdad? Yo vivo en Martín García, casi esquina Piedras, unas tres cuadras más arriba —dijo él.

Él parecía dispuesto a caminar a su lado y ella se vería obligada a enfrentar la ardua tarea de conversar sobre generalidades hasta que los datos de su frágil memoria vinieran en su ayuda. Volvió a mirarlo. Vestía una campera azul con bolsillos y un pantalón también azul, recto y angosto; el atuendo parecía un poco estrecho para el físico de ese hombre. Al principio caminaron en silencio, pero a los pocos segundos él inició una conversación:

Su acompañante no solo le habló de las especies arbóreas, sino que también le contó el trabajo que había realizado el paisajista Carlos Thays en ese lugar. Ella apenas lo escuchaba, empecinada como estaba en descifrar quién era ese hombre que se encontraba a su lado. Ya había oscurecido y se habían adentrado en el parque. Ella no conseguía verle el rostro con nitidez, pero le parecía que él tenía un gesto dubitativo, como si no alcanzara a decidir qué camino seguir. A medida que avanzaban por los distintos senderos, él iba señalando las especies de árboles y luego las identificaba: tipas blancas, álamos, gomeros, palmeras, como si se tratara de una clase de botánica. La situación era absurda, llovía, ella quería llegar a su casa y él parecía entretenerse con los árboles y la historia del parque.

Fuente: telam

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