Se acostó a dormir y se despertó en una sala de terapia intensiva: la argentina que sobrevivió a una caída de cuatro pisos

Fue una noche de septiembre de 2015. Hacía calor y era la primera que Magdalena Lana dormía en el campus de la universidad de Lexington, en Estados Unidos. El edificio era antiguo y las ventanas amplias y bajas. A falta de un aire acondicionado, abrió la que estaba junto a su cama, dejó el mosquitero puesto y se fue a dormir. Cuando se despertó, estaba intubada en una sala de terapia intensiva. Tenía la cara desfigurada, la mandíbula rota, la rodilla izquierda destrozada y fracturas en ambos pies. Solo en el rostro, los médicos contaron más de veinte huesos afectados, aunque admitieron que era imposible determinar el número exacto.
Cuando pudo preguntar, su compañera de cuarto le dijo: “Te caíste de un cuarto piso”. Del otro lado de la cama, un médico la observaba:
—No sabemos.
—Creemos que sí. Pero ahora vas a entrar a tu próxima cirugía: te vamos a operar la rodilla izquierda.
Maggie, como la llaman cariñosamente, tiene 29 años y es la del medio de tres hermanas. Nació en la ciudad de Mar del Plata en 1995 y, cinco años después, se mudó con su familia a San Diego, Estados Unidos, por el trabajo de su padre. En 2005 regresó a la Argentina, terminó el secundario en el colegio Trinity y, a los 18, decidió volver a Estados Unidos para estudiar Medicina. Se instaló en Virginia, donde cursó el primer año de la carrera y jugó al hockey en el equipo universitario.
En 2015, ya adaptada a la vida en el exterior, Maggie se preparaba para su segundo año de cursada. A diferencia del anterior, se había hecho amigas americanas y su roommate —compañera de cuarto— iba a ser una de ellas. “Todavía no habíamos convivido porque yo recién llegaba de vacaciones. Tampoco conocía el lugar: era todo nuevo para mí”, dice.
Lo que pasó después logró reconstruirlo a partir de relatos de terceros. No se acuerda de la caída, ni del impacto, ni de cómo llegó al hospital. Cree que rodó dormida hacia un costado y atravesó la ventana abierta durante la madrugada. Un estudiante que estaba en la cocina del edificio escuchó sus quejidos, salió a ver qué ocurría y la encontró tendida en el asfalto. De inmediato llamó a la policía. Cuando los oficiales llegaron, vieron el mosquitero desprendido y dedujeron lo ocurrido. Minutos más tarde, una ambulancia la trasladó de urgencia a una clínica, pero luego fue derivada en helicóptero a un centro de mayor complejidad en Richmond.
Mientras estuvo internada, cada mañana, un médico se acercaba a tocarle los dedos del pie derecho, que estaba inmovilizado con un yeso: “Los dos primeros días no sentí nada. Al siguiente me tocó y le dije: ‘Creo que sentí algo’. Después empecé a moverlos. Eran movimientos mínimos, casi milímetros, pero fue un alivio. Imaginate que durante tres días no sabía si iba a volver a caminar. Fue desesperante”.
Aunque el panorama era delicado, Maggie no quiso postergar el semestre. “Soy muy cabeza dura. No quería atrasarme ni seis meses”, dice. Así que, seis días después de aquella madrugada fatídica, recibió el alta médica y se fue de la clínica en silla de ruedas, con una bota ortopédica en un pie, un yeso en el otro, lista para ingresar al centro de rehabilitación y seguir estudiando.
Para soportar el dolor, Maggie se apoyó en la kinesiología y en sus sesiones de terapia. Además, aprendió a aplicar una técnica conocida como reconstrucción cognitiva, que le permitió identificar y reformular pensamientos automáticos que contribuyen al malestar emocional. “Hasta hoy lo sigo haciendo. Cada vez que aparecen esos pensamientos, intento transformarlos diciéndome: ‘Tuviste dolores peores’; ‘Vas a salir adelante’; ‘Hoy fue un día malo, mañana tal vez está mejor’. También empecé a meditar”, cuenta.
Hoy, pasada casi una década, el dolor sigue presente. “No puedo andar descalza ni usar zapatos de taco”, dice. El ejercicio es su mejor aliado. “Me gusta salir a correr, aunque no puedo correr mucho, y hacer surf. Si dejo de entrenar —a veces me pasa por mi trabajo— empiezo a sentir que todo me duele un poco más”, admite. En 2024, por primera vez, sintió molestias en la rodilla derecha fue a hacerse ver. “Me dijeron: ‘Bueno, hace nueve años que venís poniendo todo tu peso en ese lado’. Van saliendo cosas nuevas. Cuando el clima se pone húmedo las rodillas se me hinchan. Los viajes en avión son insufribles”, dice.
Incluso, el día del accidente, mientras esperaba a su familia en el hospital después de la tercera cirugía, le pidió su celular a una enfermera y mandó un par de mensajes: “Estoy bien, no se preocupen”, decía. “Y en realidad estaba hecha bolsa”, recuerda.
Maggie también empezó a ver con otros ojos la forma en que se mostraba ante los demás y dejó de sentirse obligada a mantener una imagen inquebrantable. “Mucha gente me decía: ‘Vos siempre tan luchadora’. Entonces yo seguía con esa mentalidad y no me quejaba porque si lo hacía era débil. Creo que este accidente me ayudó a abrir un costado mío un poco más emocional y a aceptar estas partes nuevas que para mí no me representaban, porque eran más frágiles, pero que en realidad me estaban haciendo más fuerte”, agrega.
Aun no hay comentarios, sé el primero en escribir uno!
