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14 de septiembre de 2025

La vida después de la vida: por qué no alcanza con vivir más si no aprendemos a llenar los años de experiencias felices

La ciencia promete que llegaremos a los 90 o más. Pero, ¿qué pasa si esos años se sienten vacíos? Un nuevo concepto, el joyspan, propone que la verdadera revolución no será vivir más, sino aprender a vivir con propósito, conexión y risa hasta el final

>Volví del cumpleaños número 95 de mi madre desconsolada, directo a mi sesión de terapia. ¿Qué hago si me quedan 40 años más? No tengo plan, ni proyecto. La vida era estudiar, casarse, tener hijos, trabajar, jubilarse. Y ahora resulta que después de eso empieza, tal vez, la etapa más larga. ¿Cómo es la vida después de la vida?

No alcanza con sumar años a la vida, ni con sumar salud a los años: necesitamos sumar alegría.

Un artículo del New York Times se detuvo la semana pasada en esta discusión: vivir más es un logro civilizatorio indiscutible, pero puede convertirse en una trampa si no se acompaña de condiciones emocionales, sociales y comunitarias que sostengan una existencia plena. El texto citaba historias de personas que habían alcanzado edades avanzadas, la mayoría incluso en buen estado de salud. Aun así, levantarse todas las mañanas no es sencillo para muchas de ellas. Y la pregunta ya no es si duele la rodilla al caminar. La cuestión es: “¿Para qué salir de la cama, si hoy no tengo nada para hacer?”.

La semana pasada compartí una entrevista que le hicimos a Katja Alemann en @milhorasar y hoy ya tiene más de un millón de visualizaciones. ¿Qué es lo convocante? Katja se ríe, con esa carcajada estrepitosa que las mayores le conocimos en Cemento, y dice sencillamente que ella no se acuerda de su edad, que no se siente vieja. “Solo cuando me miro al espejo”, dice, y vuelve a reírse. “Porque lo que me mantiene viva es tener una causa, un propósito. Eso es lo que me mantiene viva”.

La vejez no se define por el número de años, sino por la idea de que ya no hay nada más por esperar”, escribió hace mucho Simone de Beauvoir. Hoy, cuando la medicina nos ofrece más años que nunca, ese dilema existencial regresa con más fuerza. No alcanza con preguntarnos cuánto viviremos, sino qué haremos con esos años.

Esa frase resume lo que está en juego. No se trata de negar el dolor, la pérdida, las limitaciones físicas. Se trata de recuperar la capacidad de alegrarse, de conectar, de sentir todavía que hay algo por descubrir.

Kerry Burnight propuso un concepto que parece obvio, pero es revolucionario: joyspan. Según ella, así como tenemos lifespan (esperanza de vida) y sumamos hace un tiempo ya la idea de healthspan (esperanza de vida saludable), necesitamos medir y cultivar el joyspan: los años en los que experimentamos alegría, conexión y propósito.

Estos pilares no son meras abstracciones. Son guías prácticas, pequeñas brújulas que orientan la vida cotidiana hacia una experiencia más plena.

“No es cierto que la gente deje de perseguir sueños porque envejece; envejece porque deja de perseguir sueños”, escribió Gabriel García Márquez. Y ahora viene la ciencia a confirmarlo.

Los neurólogos llevan tiempo mostrando la íntima relación entre emociones y salud. Richard Davidson, pionero en neurociencia afectiva, demostró que las personas que cultivan emociones positivas no solo reportan mayor bienestar, sino que muestran sistemas inmunológicos más robustos y menor deterioro cognitivo. La alegría, lejos de ser un adorno de la vida, es un factor biológico de resiliencia.

Ahora bien, hablar de joyspan en sociedades donde las necesidades básicas no están garantizadas puede sonar a privilegio. ¿Cómo hablar de alegría a quienes llegan a la vejez en la pobreza, sin una alimentación suficiente, sin ingresos, fuera de un sistema de salud accesible?

También hay un componente cultural. En las sociedades occidentales solemos asociar la vejez con la pérdida, con la inutilidad, con la invisibilidad. Un mundo pensado para la producción y el consumo, no tiene lugar para los que viven lento y ya salieron del mercado laboral. Para los chinos y otras sociedades orientales, en cambio, la edad no es un número y la relación entre las personas está marcada por quién tiene algo para enseñar y quién tiene algo para aprender. El orden lo da la sabiduría. Esa valoración cambia radicalmente la experiencia subjetiva del envejecimiento.

El filósofo Byung-Chul Han advierte que vivimos en una sociedad del rendimiento, obsesionada con la productividad, que condena a la irrelevancia a quienes ya no producen. Recuperar el valor de la alegría en la vejez implica también cambiar esta mirada cultural: la vida no se mide solo en términos de utilidad económica, sino en la capacidad de compartir, de narrar, de disfrutar.

Quizás el desafío más urgente sea medir lo que realmente importa. Tenemos estadísticas para todo: cuántos años viviremos, cuántas enfermedades evitaremos, cuántos medicamentos tomaremos. Pero, ¿qué pasa con la alegría? ¿Cómo la cuantificamos?

“Las viejas nos reímos mucho”, me dijo el otro día Rita Segato, la antropóloga que decidió radicarse en Tilcara aunque la convocaban como eminencia las universidades más prestigiosas del mundo. “Me gusta encontrarme con mis amigas, y reírme mucho”.

No se trata de romantizar la vejez ni de negar sus dolores. Se trata de devolverle al relato de la vida larga la dimensión más humana de todas: la alegría. Porque no hay medicina que cure la soledad, no hay estadística que compense la falta de propósito, no hay expectativa de vida que valga si los días se llenan de vacío.

“Defended la alegría, como una trinchera”, escribió el poeta uruguayo que lee Teresa en su club. Medio siglo después, la ciencia vino a darle la razón.



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