Domingo 5 de Octubre de 2025

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5 de octubre de 2025

A sangre y fuego: los impactantes detalles del feroz combate que protagonizó un grupo de soldados en la defensa del Regimiento 29

Hace 50 años el grupo Montoneros atacó el regimiento formoseño en una operación que provocó una veintena de muertes. Fue una tenaz resistencia de los soldados conscriptos. Muchos de ellos aún esperan un reconocimiento por lo que hicieron ya hace medio siglo

>En ese domingo tranquilo y caluroso, lo que inquietaba a los soldados formoseños, criados en la espesura del monte, era una mula que lloraba, señal de mal augurio. El animal, con su lamento, anunciaba que alguien moriría ese día.

Tal fue la magnitud del hecho que los formoseños que peinan canas recuerdan qué estaban haciendo aquel 5 de octubre de 1975. Quedó marcado a fuego en la historia de la provincia.

Lo que sigue es una reconstrucción de lo protagonizado en esos treinta minutos de combate a partir de los testimonios que los soldados veteranos brindaron a la justicia en 2016 para el reconocimiento que reclaman. Hubo muchas otras acciones de oficiales, suboficiales y soldados, que ameritarán futuros textos.

Fueron varios hechos, muchos de los cuales sucedieron al mismo tiempo y puede que no se haya respetado una cronología, ya que en pocos minutos pasó demasiado en varios puntos del cuartel.

Se tenía la sospecha de que algo podía ocurrir, que se acrecentó por la presencia inesperada en el cuartel del soldado Luis Roberto Mayol, que estaba de franco. El santafesino Mayol había llegado castigado del Batallón de Arsenales 121, era estudiante de Derecho y todos conocían sus simpatías por los montoneros. Apareció con la excusa de buscar un pullover que se había olvidado y que temía que se lo robasen. Lo dejaron entrar y, de mal modo, Cáceres le ordenó que abandonase el cuartel cuanto antes.

Los montoneros habían secuestrado el vuelo 706 de Aerolíneas Argentinas que iba de Aeroparque a Corrientes, y lo desviaron al aeropuerto El Pucú, de Formosa. Allí balearon a Neri Argentino Alegre, policía de tránsito. Era el inicio de lo que los montoneros, que estrenaban uniforme, de color azul, dieron en llamar “Operación Primicia”. El ataque sería coordinado por Raúl Clemente Yaguer, “Roque”, número cuatro en la línea de conducción montonera.

La Compañía Comando actuaba como retén, esto es, una dotación de 22 soldados que tienen la misión de vigilar y de reaccionar en caso de ataque. En total, ese día había 110 soldados, de acuerdo a los registros oficiales del Ejército.

El soldado Ricardo Valdéz, que entre las 8 y las 14 se había ocupado de la ametralladora ubicada al pie del mástil, estaba en la habitación de descanso de la guardia, un ambiente de 3 por 5 metros con quince camas cuchetas sin los colchones, junto a sus compañeros Mazzacotte, Soto, Vega, Landriel, Sosa, Ruiz Díaz, Giménez y Silva. El jefe de guardia era el sargento primero Juan Carlos Saldarini.

Es donde habría el mayor número de muertos.

Tres montoneros llegaron al grito de “¡Ríndanse carajo, que la cosa no es con ustedes!” y acribillaron la puerta. Los soldados se tiraron cuerpo a tierra. A los atacantes les extrañó que los conscriptos desobedecieran la orden de rendición.

Uno de ellos, Daniel Quintana, tirador de la compañía A, también descansaba en la guardia cuando vio cómo Juan Carlos Torales, desde arriba de un armario de hormigón, le pegaba un tiro en el pecho a un montonero que intentaba correr el mosquitero de la ventana. Torales había tenido la oportunidad de exceptuarse de cumplir con el servicio militar por su baja estatura, pero pidió hacerlo. Murió de cáncer hace unos años.

Paulino Sosa, todo blanco salpicado por el revoque que levantaban los impactos de los proyectiles, vio cuando Marcelino Torales, un albañil de Formosa capital que soñaba con un futuro de cantante como Sandro, abrió la puerta y cayó para atrás por un disparo, arrastrando a Severino Soto, y quedó encima suyo, mientras que Félix Rosa Ibáñez era herido en la región maxilar.

Los montoneros trataron de confundirlos, porque les gritaban “¡Salgan, cobardes, que acá los subversivos nos están matando a todos…!”

Mazzacotte, que no podía entender cómo un paisano le podía disparar a otro, fue herido en el estómago y vio tendido a su compañero Arrieta, que había sido el primero en caer. Murió de un tiro en la cabeza, sentado en su puesto de trabajo de telefonista. No tenía arma y con su cabeza levemente recostada, parecía dormido.

Una esquirla de granada hirió en la zona lumbar a Fausto Landriel y un tiro en el lado derecho del pecho. No pudo hacer disparar su fusil porque le falló el cerrojo. También quedó herido Félix Bernuj. El soldado Ignacio Silva no pudo precisar en qué momento le dispararon. Dejó de combatir cuando ya había perdido mucha sangre y el dolor lo venció.

Salieron a tomar posición en dirección a la pista de combate y también apuntando hacia la guardia, al ver que los montoneros la copaban. Quintana, aún herido, pudo correr y a su lado lo hacía Soto, con sus ropas manchadas con la sangre de Torales.

El último en salir de la guardia fue Paulino Sosa y vio desangrarse y gritar hasta morir al soldado Salvatierra, herido en el cuello y en el pecho. Lo último que dijo este bombero y peón de campo fue a Cáceres: “Mi subteniente, le cerramos la puerta…”.

Aníbal González, que era apuntador de FAP, saltó por la ventana y aún con un disparo en su mano, corrió junto a sus compañeros para combatir. Ezequiel Albornoz, tirador de la Compañía A, en medio de una humareda, se encontró al sargento Medina y al sargento ayudante Aguilar. Medina le ordenó que fuera en dirección a la Compañía Comando, y cuando cruzaba el playón, recibió fuego de los edificios. Junto al subteniente Cáceres disparó desde detrás de un árbol. Intentaron llegar al Puesto 2 para bloquearles la huida pero llegaron tarde. Cáceres terminó con un tiro en la pantorrilla y le costaba caminar.

Lo primero que hizo Mayol cuando entró a la guardia fue buscarlo al subteniente Cáceres, que ese día lo había tratado mal, y quería vengarse. Recorrió los pasillos hasta que estuvieron frente a frente. Ambos dispararon pero sus pistolas no respondieron. Pelearon y Mayol escapó para guiar a los suyos hacia el depósito de armas.

Nicolás Giménez, abastecedor de ametralladora de la compañía A, mientras su relevo Torres descansaba en el reparo de la galería, estaba de guardia en el puesto 8, que cubría el portón del casino de oficiales. Se sorprendió al ver cómo vehículos entraban por el Puesto 2, y cuando siete terroristas tomaron posición, abrió fuego sobre ellos.

Esa mañana, en la cuadra, se había dispuesto colocar el armamento en el centro. Afuera, los conscriptos Mendoza y Dellagnolo se cortaban el cabello entre ellos. Los atacantes enviaron allí al Pelotón 5, integrado por cinco hombres, para neutralizar al retén.

Cuando los montoneros entraron a la cuadra, no se percataron del soldado Cabrera, que estaba a unos seis metros, a sus espaldas. Intentó, sin suerte, disparar tres veces su fusil, pero la munición estaba defectuosa. Los cartuchos tenían impreso el año “1953”.

Mientras tanto Sanabria, de 32 años, cuando forcejeaba con un montonero, otro lo mató de una ráfaga de ametralladora. En la secuencia de los hechos, Sanabria es considerado el primer caído.

Para Ricardo Dellagnolo, las cosas pasaron demasiado rápido: escuchaba por radio el partido entre River y Cipolletti, y Hermindo Luna lo llamaba porque era tiempo de ser relevado de su puesto de cuartelero. A Luna le correspondía estar de franco, pero como no tenía dónde ir, se lo cambió a un compañero por unos pesos.

Francisco Molina presenció cómo le disparaban a Luna luego que éste gritase “¡Acá no se rinde nadie, mierdas!”. Para él, es su héroe. Los terroristas repetían que con ellos no era la cosa. Cuando mataron a Dávalos, un proyectil entró por la ventana e hirió en el hombro a Ricardo Montenegro, guía de perros de guerra, quien buscó refugiarse en el baño y se desmayó. Se despertaría al día siguiente en el hospital. Su compañero Obdulio Vergara fue el que lo sacó de ahí.

Silverio Molina hacía instantes hablaba como sin nada con Morinigo cuando, a puro reflejo, al escuchar las detonaciones, tomó un fusil y disparó hacia afuera.

El estafeta Rodolfo Fariña corrió al baño y se ocultó en los piletones con sus compañeros Morinigo y Montenegro. Cuando vieron al cabo primero Medina, se sumaron a la persecución de los montoneros, corriendo en dirección al riacho, pero cuando alcanzaron ese punto, ya habían huido.

En la Compañía A el soldado Edmundo Sosa yacía muerto en la entrada por un disparo de Itaka. El subteniente Massaferro, que estaba en el detall, había atinado a sacar su arma, pero un escopetazo a quemarropa le impactó en la cabeza. Mateo Amarilla se preparaba para ir a la farmacia a comprar remedios cuando empezó el ataque. Al asomarse se encontró con los cuerpos de Massaferro y de Sosa. Quedó en shock al verlos, con los que había hablado hacía instantes.

El día anterior Massaferro había escrito una carta a su familia, lamentándose por la muerte de su amigo y compañero de promoción subteniente Berdina, en el monte tucumano, al punto que deseaba que lo enviasen a esa provincia.

Alfredo Rojas, jefe de equipo de sección de la compañía B era auxiliar de semana y mientras leía una revista, lo sorprendieron el estampido de disparos. Corrió a la puerta de la compañía y en el momento en que le dijo a su compañero Martínez que tomase su fusil, dos montoneros los redujeron.

En ese momento el soldado Aveiro se hizo de un FAL, se lo alcanzó al dragoneante Rojas y concentraron el fuego hacia la compañía comando y servicio, que veían que estaba siendo atacada.

En el casino de suboficiales, dos montoneros arrojaron dos granadas, pero solo una detonó. Ignacio Antonelli era mozo, vio caer a los soldados Sánchez y Avila, se encerró en el depósito de víveres, y los terroristas tiraron una granada contra la puerta. Antonelli quedó herido en sus dos piernas. Cuando quiso salir a combatir, había perdido mucha sangre y no se pudo mover.

El teniente primero José Luis Bettolli, que estaba en su casa del barrio militar, fue al Puesto 1 y como oficial de mayor jerarquía (también sería veterano de Malvinas), resolvió ponerse al frente de la recuperación del cuartel y se sorprendió el panorama que se encontró a medida que avanzaba.

A Hipólito Cabrera, barman del casino de suboficiales, ese día estaba de turno. Recibió cinco tiros y pudo cubrirse dentro de la cantina. Y el soldado Cirilo Campuzzano, apoyado en una vitrina, hizo puntería contra un montonero que entraba. En la creencia de que la unidad había sido copada, pudo salir de la unidad para pedir ayuda.

El cocinero Gregorio Giménez estaba en su lugar de trabajo cuando escuchó una fuerte explosión cerca de la garita de gas. Como estaba desarmado, atinó a ocultarse en el baño. Al salir, vio el cuerpo de Sánchez, mozo del casino, y a Dávila, mal herido. Catalino Peña, auxiliar del depósito de víveres, permaneció cuerpo a tierra, tal como se lo había ordenado el sargento primero Ramírez.

Oscar Chena era auxiliar de cocina en el casino de oficiales. Ese día estaba de franco pero Massaferro le había pedido que fuera al cuartel a llevarle unos recibos, que debía presentar al día siguiente. Estaba charlando con un compañero de la Compañía Comando cuando empezó todo.

El cura de la unidad, José Lima, un hombre entrado en años, colaboró en llevar al hospital de la capital en su castigado rastrojero, a los heridos, sumándose a la caravana de ambulancias y camiones.

Ese mismo octubre de 1975 siete soldados fueron distinguidos “por su valor y arrojo”, con medalla, diploma y la baja. Ellos son Valdéz, Flores, Caballero, Torales, Trinidad, Campuzzano e Indalecio Guzmán, a quien nunca lo volverían a ver y que se enteraron de su muerte por su viuda.

Días antes de dejar el gobierno, Mauricio Macri firmó el Decreto 829 de Necesidad y Urgencia reconociendo indemnizaciones a familiares de los caídos y para los que habían sufrido heridas “gravísimas o graves”. Pero durante la gestión de Alberto Fernández no hubo voluntad política de hacerlo cumplir. Será a través de la Resolución 1023 de octubre del año pasado que el gobierno efectivizó el reconocimiento. Solo resta que se contemple a la totalidad de la dotación que defendió el cuartel, atacado durante un gobierno democrático.

El 7 de octubre la novia de Massaferro -hija de un oficial de Ejército- recibió una carta que el subteniente había escrito el día anterior. La madre hizo enmarcar una de las hojas y la colocó en su tumba en el panteón militar en el cementerio de la Chacarita, y manos anónimas la robaron.

La mamá de Massaferro falleció el 5 de octubre de 2005, exactamente 30 años después del suceso. De la familia quedó la hermana, Alejandra, dos años y medio menor que el subteniente. La última vez que lo vio fue el 17 de septiembre y le quedó grabada su mirada con profundidad sin decirle nada, pero que para ella lo decía todo. Con los años se radicó en San Luis, donde se llevó las cenizas de su hermano, ya que había dispuesto cremar sus restos. Ella, con el tiempo, sintió que su hermano le pedía ser enterrado en el regimiento. Hizo las gestiones y este domingo, Massaferro descansará en un cinerario dentro de la capilla de la unidad. Al enterarse, varios familiares de los caídos dispondrían lo mismo con sus muertos.

Fuentes: Causa Defensa al Cuartel RI Monte 29; Operación Primicia, de Ceferino Reato; testimonios de Ricardo Valdéz, Mario Arce, Alejandra Massaferro



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