Sábado 19 de Abril de 2025

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19 de abril de 2025

“La casa está en orden” y el recuerdo del primer levantamiento carapintada: cuando la democracia recuperada estuvo en peligro

Raúl Alfonsín era el presidente de la Nación. Habló al país luego de estar cara a cara con los sublevados que encabezaba Aldo Rico. Los apoyos, la gente en la calle y el baño de sangre que se evitó

>La frase pasó a la historia, pero no tal como fue dicha. Fue una deformación de la historia, una más, en un drama que duró tres días interminables, que puso en jaque a la democracia recuperada apenas tres años y cuatro meses antes, que echó sobre la sociedad la pesada sombra de una eventual nueva dictadura militar, o al menos engordó los fantasmas de la anterior, y selló la aparición en la agitada vida política argentina de un fenómeno nuevo, los carapintadas, que llevaría otros tres largos años, y muchas muertes, sepultar en el mar de sus delirios que llevarían al asesinato de sus propios camaradas de armas. También selló, de alguna manera, el destino del primer gobierno de aquella democracia todavía en pañales.

Alfonsín pronunció las palabras que se hicieron historia: “¡Felices Pascuas! ¡La casa está en orden!”, pero que no fueron dichas así, en ese orden. La frase, fuera de contexto, dejó siempre mal parado al entonces Presidente, como si una especie de ceguera política le hubiese hecho perder de vista la gravedad del drama que llegaba a su fin. Pero, aún fuera de contexto, había puesto fin a la sublevación militar de los malos augurios, contra la que también se había sublevado una multitud que desbordó la Plaza, y desbordó también los terrenos de Campo de Mayo, donde los amotinados aguardaban atrincherados y con las caras embetunadas, en un nuevo look guerrero inédito en los tradicionales alzamientos castrenses.

Los vientos de sublevación militar sacudían ya el gobierno de Alfonsín. El año anterior a la rebeldía de Barreiro, una bomba había sido descubierta y desactivada en el trayecto que Alfonsín debía hacer en su recorrida por ese mismo Cuerpo de Ejército. En diciembre de ese 1986 el Congreso había sancionado la llamada Ley de Punto Final que establecía la prescripción de los delitos (desaparición de personas, torturas, homicidios) para todos quienes no fuesen llamados a declarar “antes de los sesenta días corridos” desde la promulgación de la ley. Los juicios contra los militares acusados de crímenes de lesa humanidad se aceleraron. Y la rebelión de los jóvenes capitanes y tenientes coroneles y coroneles, muchos de ellos veteranos de Malvinas, también se aceleró.

No era verdad. El día anterior, martes 14, Barreiro le había dicho a su jefe, el coronel Luis Polo, a cargo del regimiento 14 de Infantería Aerotransportada de Córdoba, que no se iba a presentar ante la Justicia. A principios de ese mes, Polo le había aconsejado a Barreiro que viajara a Buenos Aires para reunirse con el coronel Aldo Rico, que planeaba una sublevación si seguían los juicios a sus camaradas. De manera que Polo cobijó de inmediato a Barreiro bajo el ala amplia de su poderoso regimiento. En el gobierno aplicaron el duro reglamento militar para solucionar el entredicho: Jaunarena dio de baja a Barreiro y ordenó al jefe del Cuerpo III, general Antonio Fichera, que pusiera las cosas en orden en el regimiento comandado por el levantisco coronel Polo, que también había sido declarado en rebeldía y dado de baja.

Pero Fichera no tenía intención alguna de obedecer al Gobierno porque él mismo se veía citado a declarar por la justicia en un futuro cercano: había estado a cargo de dos centros clandestinos de detención durante la dictadura. El plazo para que Barreiro se presentara ante el juez Becerra Ferrer vencía a las cuatro y media de la tarde de miércoles 15. Cuando ese plazo venció, el juez envió a la policía cordobesa para que detuviera a Barreiro: no pasaron de la pesada tranquera de entrada de la unidad militar. Por la noche de ese miércoles, un pequeño grupo de militares a punto de sublevarse, el teniente coronel Enrique Venturino, el capitán Gustavo Breide Obeid entre ellos, se adueñaron en Campo de Mayo de la sección de Inteligencia y convocaron a Aldo Rico a que “bajara ” a Buenos Aires: era jefe del Regimiento 18 de Infantería de San Javier, Misiones. Rico llegó a la capital en la mañana del jueves 16.

A las seis de la mañana de ese mismo jueves, en el Edificio Cóndor, el jefe de la Fuerza Aérea, brigadier Ernesto Crespo, y otros siete jefes militares analizaron qué era lo que pasaba en el Ejército. Concluyeron que no se trataba de un intento de golpe de Estado, sino de una rebeldía interna; alguien la calificó de una protesta “casi gremial: ni siquiera tomaron una radio”. ¿Qué era entonces? Lo mismo se preguntaba Alfonsín que, a esa hora, había regresado de Chascomús y puteaba en voz baja mientras se preguntaba “¿Por qué no me avisaron? ¡Cómo no lo supimos antes?”.

A poco del mediodía del jueves 16, Primatesta entró con el auto del arzobispado al Regimiento 14 para entrevistarse con el coronel Polo y con Barreiro. En el libro “Línea de Fuego”, tal vez un tanto apologético, sus autores, Héctor Simeoni y Eduardo Allegri, sostienen que el cardenal le presentó a Barreiro dos opciones: o se entregaba, o elegía fugarse del cuartel hacia un país limítrofe. Las dos opciones, dijo Primatesta, provenían del Gobierno; además, le garantizaban al futuro prófugo todas las garantías para que no fuese detenido en su huida. A esas horas, el coronel Aldo Rico estaba a punto de tomar la Escuela de Infantería de Campo de Mayo, a la que habían llegado varios oficiales rebeldes. Las exigencias ahora alcanzaban a la jefatura del Ejército: los rebeldes pedían el retiro de Ríos Ereñú, que ya le había anticipado a Alfonsín que se iría del Ejército ni bien terminado el amotinamiento, y que fuese designado un general propuesto por los rebeldes. Los sublevados, que no habían tomado ninguna radio pero exigían dictar la política militar del gobierno, tampoco parecían comprender el repudio que la rebelión despertaba en la sociedad: si no aspiraban a dar un golpe de Estado, ¿Cómo era que los tomaban por golpistas?

En Córdoba, mientras, sucedieron dos cosas. El medio centenar de periodistas apostados frente a la tranquera del Regimiento 14 entendió que el núcleo informativo de la rebelión ya no estaba en Córdoba: había pasado a Campo de Mayo y a la Escuela de Infantería. Lo segundo que ocurrió fue que el coronel Polo, con un andar cansino y ensombrecido, había perdido su carrera militar, se llegó hasta la tranquera de su unidad para enfrentar a los periodistas. Casi no respondió a las preguntas que le llovieron y hasta parecía disfrutar del enjambre de micrófonos que lo rodeaban. Se originó entonces una especie de debate casi gramatical para desentrañar la etimología de palabras como huido, prófugo, escondido, fugado, rebelde, amotinado y otras tonterías por el estilo. Mientras esta escena de burlesque se desarrollaba, a unos ochenta metros de allí, por otra tranquera, salió del regimiento el auto del arzobispado con Primatesta en su interior. Por alguna extraña razón, los periodistas pensaron entonces que, junto con el cardenal, salía también el mayor Barreiro del regimiento.

La hostilidad hacia Polo se hizo un poco mayor. Le preguntaron si Barreiro seguía escondido o no en su regimiento, o se había fugado, cuándo y hacia dónde. Al mínimo indicio de tornar a definiciones etimológicas, uno de los periodistas le dijo a Polo: “Coronel, no hagamos de esto un drama semántico. ¿Dónde está el mayor Barreiro?”. Polo lo fulminó con la mirada, vio que el periodista había adelantado apenas la punta de su zapato por debajo de la tranquera de entrada y le dijo: “Saque los pies de mi regimiento”. Y el periodista: “Coronel, es un solo pie: no hagamos de esto un drama entre plural y singular. ¿Dónde está el mayor Barreiro?”.

Millones de personas salieron a las calles en todas las ciudades del país para oponerse a la sublevación; la CGT con Saúl Ubaldini como secretario general y el PJ a cargo de Antonio Cafiero, dieron su apoyo al gobierno. La CGT declaró una huelga general y la televisión empezó a transmitir casi en cadena las dramáticas horas de aquella Semana Santa.

Nadie sabía qué podían hacer los sublevados. Alguno de los ministros de Alfonsín lo alertaron sobre un eventual e inminente empeoramiento de la crisis; le hablaron de la locura fanática de los rebeldes. En su libro, tal vez también un tanto apologético, “El planisferio invertido”, su autor, Pablo Gerchunoff revela: “Con la colaboración del brigadier general Ernesto Horacio Crespo, acondicionaron especialmente un avión Boeing 707 que tendría quince horas de autonomía de vuelo. Eran momentos de excitación y creatividad. Si se llegaba al extremo de que el presidente no pudiera gobernar desde la Casa Rosada, lo haría desde el aire. Alfonsín se enteró de la iniciativa cuando ya todo había terminado”.

Rico lo expresó con claridad en un reportaje telefónico con Radio Mitre en la mañana del viernes 17 y en el programa que conducía el animador Juan Carlos Mareco y frente al periodista Néstor Ibarra: “Nuestro único objetivo es conseguir una solución política, cualquiera que sea (…) Una solución para los cuadros intermedios a los problemas de la guerra contra la subversión”. Cuando Mareco e Ibarra le pidieron ideas, cómo sería posible alcanzar esa solución, Rico dijo: “Hay una cantidad… una serie de cosas que podrían dar solución. Hay indulto, hay amnistía, estamos pidiendo una solución (…) Por ejemplo, una ley de pacificación. Nosotros vamos a aceptar cualquiera, pero que haya una solución (…) Nosotros queremos que esto se termine. Creo que hemos pagado suficiente, señor”.

El gobierno pensaba en otra solución, al menos para la rebelión que le había caído encima. Había ordenado al jefe del Cuerpo de Ejército II, general Ernesto Alais, a que marchara a Campo de Mayo con una columna de tanques para poner fin a la rebelión. No fue una buena idea. Alais marchó con sus blindados a paso de ballet; nunca nadie tardó tanto para andar tan poco. Las tropas nunca llegaron a Campo de Mayo; además, al general se le plantaron en Zárate los oficiales de rango intermedio, que se suponía eran parte de las tropas leales, y le hicieron saber que no iban a reprimir a sus camaradas rebeldes.

Jaunarena le contestó a Rico que Ríos Ereñú ya había pedido el retiro el jueves; que el presidente había anunciado un pronto envío al Congreso de otra ley, ahora de Obediencia Debida, destinada a poner fin a los juicios. Tal vez el ministro haya intentado explicarle a Rico que el gobierno nada podía hacer con lo que informaban, analizaban, opinaban y reflejaban los medios de comunicación. Como cierre de la nerviosa charla, Rico dijo que entregaría la Escuela de Infantería al día siguiente, Domingo de Pascua.

Rico volvió a Campo de Mayo y, en las primeras horas de la mañana, hasta allí llegó también el ministro Jaunarena para encontrar un ambiente tenso, frío, áspero, muy distinto al del día anterior, cuando el jefe sublevado había prometido “entregar” la Escuela de Infantería a las tropas leales. Entre las figuras que habían desfilado frente a los rebeldes, había pasado el entonces intendente de San Isidro, Melchor Posse, que había arriesgado que el gobierno podía dictar una ley de amnistía. Si algo tenía claro Alfonsín, era que no iba a enviar al Congreso un proyecto de ley semejante. El presidente también tenía claro algo más: había que evitar un baño de sangre. “Línea de fuego” cita un diálogo entre Rico y Jaunarena en aquella tensa mañana pascual. Rico, con furia apenas contenida, dijo: “Aquí, el intendente de San Isidro no tuvo problemas en prometernos una ley de amnistía. Y él es tan radical como usted”. Jaunarena se encabritó: “Sí, pero usted mismo acaba de decir que él es el intendente de San Isidro. Yo soy el ministro de Defensa, no sé si capta la diferencia”.

Gran parte de la multitud que llenaba la Plaza decidió ir a pie a Campo de Mayo como una forma de hacer más evidente el repudio a la sublevación y el apoyo a la democracia recién estrenada, cuyo destino quedó tal vez torcido e incierto tras la intentona rebelde. La zona militar de Campo de Mayo ya estaba colmada por quienes habían elegido manifestar allí su apoyo al gobierno, antes que viajar al centro de Buenos Aires. Un yerro, un gesto, una palabra mal entendida, un petardo podía desatar una tragedia. Hasta allí viajó la directiva de la Coordinadora radical para convencer, o para intentar convencer, a los manifestantes de que se retiraran al menos mientras durara la negociación presidencial.

Antes de iniciar temerario viaje a Campo de Mayo, Alfonsín se detuvo unos minutos para rezar en la capilla de la Rosada. Después, en auto y con su custodia personal a cargo del coronel Yago de Gracia, llegó al helipuerto de la Fuerza Aérea vecino a la capilla Stella Maris, en Retiro, donde lo esperaba el brigadier Crespo, al comando de un helicóptero Bell 212. Desde el aire, junto a sus edecanes, entre ellos el teniente coronel Hang, junto al jefe de la Casa Militar, brigadier Héctor Panzardi y al fotógrafo de Gobierno, Víctor Bugge, vio a decenas de miles de personas que llenaban las calles de San Martín, San Miguel, Morón, y Tres de Febrero.

“Permiso, señor presidente”, dijo Rico. Dice Gerchunoff en “El planisferio invertido” que Alfonsín supo de inmediato que no habría golpe de Estado y que Rico “envuelto en sus propias contradicciones internas y en sus propias fragilidades que curiosamente se han ignorado, era su subordinado y se reconocía como tal con un estilo disimulado por la soberbia”. El brigadier Panzardi, ajeno acaso a las interpretaciones anímicas y psicológicas, le ordenó a Rico que se desarmara y Rico se desprendió del correaje, de su pistola y del cuchillo de combate que dejó sobre un escritorio.

Antes de profundizar el diálogo, Alfonsín creyó necesario recordarle a Rico: “De más está decirle que exijo una rendición incondicional”. Rico se levantó entonces como para dejar la charla y Alfonsín le dijo “Siéntese”. La versión oficial mencionó una “orden tajante”; la versión carapintada habló en cambio de una expresión tranquilizadora que invitaba al diálogo. Rico planteó las condiciones sabidas: solución política a los juicios, renuncia de Ríos Ereñú, ausencia de castigo a los carapintadas sublevados. La historia oficial dice que Alfonsín explicó que estaba en marcha un proyecto de ley de Obediencia Debida, que Ríos Ereñú había pedido el retiro y que no habría sanciones para los rebeldes: “Usted sabe, Rico, cuáles son las consecuencias de todo esto”. Y agrega que el Presidente cerró el diálogo de quince minutos con un “¿Estamos de acuerdo?”. Rico se levantó de su silla, se cuadró hizo el saludo militar y se retiró. La versión carapintada dice que Rico exigió un documento donde figurara el acuerdo, firmado por el Presidente, el ministro de Defensa, dos dirigentes políticos y dos dirigentes gremiales.

Así volvió Alfonsín desde Campo de Mayo a la Casa de Gobierno aquel largo domingo de Pascua. Y así fue cómo nació la frase: “Felices Pascuas, la casa está en orden”, que nunca fue dicha así, tal como pasó a la historia. De nuevo en el magnético balcón de la Rosada, junto al vicepresidente Víctor Martínez y al titular del PJ, Antonio Cafiero, entre otros, y ya casi al atardecer, Alfonsín, interrumpido por estruendosas ovaciones en cada punto y aparte de su arenga, excepto cuando habló de “héroes de Malvinas”, dijo: “Compatriotas, ¡Felices Pascuas! Los hombres amotinados han depuesto su actitud. Como corresponde, serán detenidos y sometidos a la Justicia. Se trata de un conjunto de hombres, algunos de ellos héroes de la guerra de las Malvinas, que tomaron esta posición equivocada, y que han reiterado que su intención no era la de provocar un golpe de Estado. Pero, de todas formas, han llevado al país a esta conmoción, a esta tensión, y han provocado estas circunstancias que todos hemos vivido, de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto. (…) Hoy podemos todos dar gracias a Dios: la casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”.

Por un pelo, pero no hubo.



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